La impulsividad es un rasgo del
temperamento (niños) o personalidad (adultos) que ha estado presente, en un u
otro grado, a lo largo de toda la evolución del ser humano aunque, no siempre,
deberíamos atribuirle directamente una connotación negativa o improductiva.
Hoy en día, es verdad que la impulsividad
en muchos niños se manifiesta con una gran intensidad y frecuencia, llegando a
alterar la convivencia y condicionar la vida de los padres que la sufren, sobre
todo, si se desconocen los motivos y la forma correcta de actuar. Es un hecho
evidente que, además, la impulsividad parece manifestarse en niños cada vez más
pequeños, si bien, esto puede atribuirse, en parte, a los actuales estilos de
vida modernos (progenitores con largas horas de trabajo) y también, en algunos
casos, a una falta de recursos o conocimientos por parte de los padres o
educadores que simplemente se ven desbordados y no saben cómo afrontarlo. Por
ello, es cada vez más frecuente, buscar ayuda profesional, ya que los niños que
presentan series dificultades para reprimir sus impulsos tienen numerosos
conflictos tanto en el ámbito familiar como en el escolar.
Normalmente, la impulsividad suele venir
acompañada de hiperactividad y déficit de atención en lo que denominamos TDAH
y esto puede ser la antesala de problemas de aprendizaje, conductas disruptivas
y, más adelante, agresivas o delictivas.
EL NIÑO IMPULSIVO
Éstas son algunas de las características
nucleares que presentan los niños que denominamos “impulsivos”:
- Primero hace, luego piensa.
- Contesta antes de acabar de oír la pregunta.
- Dificultades para aguardar el turno en los juegos.
- Mal perder. No soporta que le ganen.
- Interrumpir o estorbar a los demás.
- Baja tolerancia a la frustración.
- Poco autocontrol.
- Desobediencia, negativismo.
- El niño reconoce su problema pero no puede controlarlo y reincide.
- Puede involucrarse en actividades físicas peligrosas sin valorar sus consecuencias.
- En niños pequeños, se dan fuertes rabietas incontroladas.
Algunos padres simplemente definen al
niño impulsivo, como un niño que tiene un fuerte carácter o temperamento.
La impulsividad, como parte nuclear del TDAH
o como factor psicológico independiente, precisa de un tratamiento más detallado
y de un abordaje más explícito. Las razones son obvias: la impulsividad tiene
repercusiones directas sobre las interacciones familiares, pudiendo alterar el
desarrollo adecuado de vinculación afectiva y el equilibrio emocional. También
deteriora seriamente la capacidad de aprendizaje del niño y su buena adaptación
a la escuela y compañeros. Finalmente una impulsividad no trabajada a tiempo y
que se manifiesta en un entorno desestructurado, es el camino más directo para
conductas violentas o delictivas en el futuro.
Hablaremos aquí de la impulsividad desde
su manifestación en niños de población normal o con algún diagnóstico de TDAH
y, en ningún caso las manifestaciones de impulsividad debidas a otros
trastornos clínicos más severos (autismo, psicosis, trastorno
bipolar, etc.).
APROXIMACIÓN A LA IMPULSIVIDAD
Podríamos definir la impulsividad como un
estado de activación neurobiológica o déficit de control inhibitorio
(dificultad para parar nuestra conducta).
Ambos términos ponen de relieve la más que
posible mediación de factores orgánicos en la génesis de la impulsividad. Esta
activación supone la liberación de una serie de sustancias internas
(neurotransmisores, hormonas) que preparan al cuerpo para una reacción motriz
inmediata. Es una energía que está ahí y debe “liberarse” de alguna manera. Las más habituales (según edad): las rabietas, los gritos, las huidas, etc.
Regularmente los niños con TDAH o,
simplemente, con síntomas de impulsividad, tienen antecedentes familiares de
primer grado que manifestaron o manifiestan el mismo problema. Por tanto, la
vía genética o herencia determina cierta predisposición a manifestar los
síntomas en hijos de padres también con caracteres fuertes, impulsivos o con
poca tolerancia a la frustración.
Pero la impulsividad no es tan sólo un
factor que podemos heredar sino también una manifestación cognitiva y
conductual que puede potenciarse o disminuir en función del entorno.
Es importante establecer la diferenciación
entre una impulsividad primaria de la secundaria:
- En la impulsividad primaria, ésta estuvo presente desde el mismo momento de nacer el niño, si no antes (excesivos movimientos fetales) y es la que suele tener un componente genético más evidente.
- La secundaria aparece o se potencia en un momento dado del desarrollo normalmente asociado a factores de inestabilidad afectiva, cambios imprevistos, traumas, separaciones, etc. El peor de los escenarios es cuando un niño genéticamente predispuesto para ser impulsivo tiene, a su vez, un entorno poco acogedor o desestructurado.
Parecería que la impulsividad es algo no
deseable y que, en todo caso, comporta sólo problemas. Este planteamiento es
muy simple y no obedece a la realidad de un tema mucho más complejo. Hoy en día sabemos que muchos de nuestros
mejores atletas fueron de pequeños diagnosticados, en un grado u otro, de
hiperactivos, con déficit de atención, impulsivos, etc. La cuestión es que
cuando esa energía desbordante de fácil activación fue canalizada hacia
actividades deportivas u de otro tipo reguladas, se convirtió en un buen
aliado.
La impulsividad, pues, entendida como
estado de activación inmediato, nos aporta combustible para responder de forma
rápida (aunque normalmente poco racional) a nivel motriz. Esto no es casual. Si
está en los genes de los seres humanos es porque, en algún momento de nuestro
período evolutivo, fue una característica positiva para la supervivencia de la
especie.
Imaginémonos los tiempos remotos de vida
en las cavernas y los pocos recursos para afrontar un medio ambiente hostil con
numerosos enemigos y animales dispuestos a atacarnos. En este medio es muy
probable que supervivieran mejor los seres humanos con unas capacidades de
“impulsividad” (activación rápida y potente) y, por tanto, de afrontar o huir
de la situación con éxito, frente a los que eran más tranquilos. Es decir, la
impulsividad pudo obedecer a factores de supervivencia en algún momento.
No obstante, la genética no va tan rápido
como los cambios culturales de la especie. La programación genética de algunos
niños sigue preparada para responder contundentemente a cualquier tipo de
agresión percibida, no obstante, hoy en día, lo que se espera de ellos es
precisamente lo contrario: racionalidad, tranquilidad, paciencia, atención,
etc., especialmente en la escuela.
ALGUNAS EXPLICACIONES NEUROLÓGICAS
En psicología se utiliza un término
hipotético denominado “arousal” que trata de describir los procesos que
subyacen en el control de la alerta, la vigilia y la activación.
El concepto de arousal admite varios
significados. Así se habla de arousal comportamental para
significar lo mismo que nivel de actividad. Pero se puede hablar también de
arousal cortical, en cuyo caso la referencia es a la activación de las
neuronas corticales a través del Sistema Activador Reticular (SAR) e
implicaría también la activación autónoma. Sin entrar en más tecnicismos, lo
que nos interesa resaltar ahora es que los fármacos estimulantes normalmente incrementan tanto el arousal comportamental como el fisiológico. Sin embargo, en muchos hiperactivos (y/o impulsivos) producen un descenso en su nivel de
actividad, porque, por paradójico que parezca, están reduciendo tanto el arousal
conductual como el fisiológico. Según algunos investigadores (Mc. Mahon, 1984)
la explicación reside en que los niños con TDAH se benefician de los efectos de
los estimulantes dado que son deficitarios en el arousal cortical y autónomo.
Por tanto, la hipótesis planteada es que la disfunción primaria hallada en
niños impulsivos y/o hiperactivos se debería a una infraactivación del SAR más
que a una sobreactivación.
Por otro lado se conoce el importante
papel que tienen los lóbulos frontales como reguladores y
organizadores del lenguaje y, por consiguiente, de los actos voluntarios del
individuo. Los mecanismos fisiológicos responsables de esos actos están aún
lejos de ser descubiertos pero se sabe que maduran en el niño “normal” hacia
los cuatros años de edad.
Respecto a la regulación motora y de la
acción por parte de los lóbulos frontales, Luria subrayó su importante papel en
la programación de las formas más complejas de actividad humana organizada,
inhibiendo las acciones irrelevantes e inapropiadas ( Luria, 1980).
Resumiendo, una baja activación del SAR o
una lesión en lóbulos frontales pueden ser algunos de los factores relevantes
en la génesis de la sintomatología impulsiva y/o hiperactiva. En el primer caso, baja activación del SAR, la medicación (normalmente metilfenidato) podría compensar parcialmente el
déficit.
Hemos también comentado la activación
fisiológica que se produce en los brotes impulsivos como consecuencia de la
activación del sistema autónomo. En estos episodios se producen cambios
endocrinos y secreciones hormonales que preparan al cuerpo para responder ante
lo que el niño percibe como una amenaza inminente (puede ser simplemente que se
le frustre en alguna de sus demandas).
Otro elemento importante en el nivel de
activación lo constituye la forma en que el niño percibe la situación a nivel
emocional. Elevados niveles de adrenalina y noradrenalina en sangre y orina
aparecen antes y después de sucesos estresantes o enérgicos que cursan con gran
carga emocional e incluso agresión.
Es decir, cuando el niño con impulsividad,
se ha activado, difícilmente tendrá el
control voluntario sobre sus actos en los primeros momentos de mayor
activación.
ORIENTACIONES GENERALES PARA SU REGULACIÓN
En primer lugar, debe quedar claro que el
niño tiene dificultades para regular su estado de activación. Por eso siempre
suelo recordar que: “No es tanto que no quieran autocontrolarse sino que no
pueden”. Una vez activados (descargas hormonales conjuntamente con emociones
intensas de frustración) tienen que efectuar alguna acción (rabietas, huída,
agresión, lanzamiento objetos, etc.). Ello no quiere decir que seamos
tolerantes, sino que desde la comprensión de lo que pasa podemos ayudarle de
forma más eficaz. A este respecto, hay que señalar, que la mayoría de niños
impulsivos suelen arrepentirse después y se comprometen a no volver a hacerlo
cuando se lo razonamos. No obstante, vuelven a recaer en los mismos
comportamientos disruptivos, al tiempo
que manifiestan una cierta perplejidad o inquietud al verse superados por sus
propios actos y no saber por qué vuelve a ocurrir.
También puede suceder que estos episodios
impulsivos se refuercen si con ellos el niño consigue lo que quiere y, por
tanto, puede aprender a manipularnos a través de ellos.
El niño debe aprender, aunque aceptemos el
hecho de que tiene dificultades para controlarse, que sus actos tienen
consecuencias. Por ello, contingentemente a las rabietas, conductas
desafiantes, agresiones u otros, deberemos ser capaces de marcar unas
consecuencias inmediatas (retirada de reforzadores, tiempo fuera, retirada de
atención, castigo, etc.). Por ejemplo si ha lanzado objetos, deberá recogerlos
y colocarlos en su lugar; si ha insultado deberá pedir disculpas, etc., aunque
se recomienda esperar a que se tranquilice para aplicar las contingencias
marcadas.
Es muy importante que cuando se produzca
un episodio de impulsividad extrema (rabieta, insultos, etc.) los padres,
maestros o educadores mantengan la calma. Nunca es aconsejable intentar chillar
más que él o intentar razonarle nada en esos momentos. No vale enfrentarse ni
ejercer una lucha de poder. Esto complicaría las cosas. Tenemos que mostrarnos
serenos y tranquilos pero, a la vez contundentes y decididos. Por ejemplo, ante
las rabietas incontroladas de los más pequeños, decirle: “Mamá (o papá) están
ahora tristes con tu comportamiento y no queremos estar contigo mientras estés
así”. Los padres se retiran buscando una cierta distancia física pero también
afectiva. De esta forma, el niño, recibe a nivel inconsciente un mensaje muy
claro: “así no vas a conseguir las cosas”.
Contingentemente a estas actuaciones,
también podemos introducir las medidas correctoras (castigo): “Cómo has
insultado a papá (o mamá) hoy no podrás ver los dibujos que tanto te gustan (o
no jugarás a la play, etc.). Papá está triste porque no quiere castigarte, pero
tiene que hacerlo para ayudarte a mejorar”.
No entrar en más discusiones o
razonamientos en el momento de activación por parte del niño.
Nunca decirle que es malo sino que se ha
portado mal durante unos momentos y que eso puede arreglarlo en un futuro si se
empeña en ello. Tampoco hay que compararlo con otros niños que son más
tranquilos y se portan bien. En todo caso, debemos recordarle los aspectos
positivos que tiene al mismo tiempo que le señalamos los que debe corregir.
Hay que insistir en la necesidad de
mostrarnos tranquilos delante del niño cuando queramos corregir sus actos. Si
éste percibe en nosotros inseguridad o discrepancias entre los
padres u otros, percibirá que tiene mayor control sobre nosotros y las rabietas
u otras se incrementarán. Nunca debe vernos alterados emocionalmente
(chillando, llorando o fuera de control). Tampoco debe cogernos en
contradicciones, es decir, no podemos pedirle a gritos a un niño impulsivo que
se esté quieto y callado.
No basta con saber contestar adecuadamente
a sus conductas impulsivas. Estos niños requieren también que les expliquemos
qué es lo que les pasa y qué puede hacer. Las reflexiones sobre los hechos
nunca deben ser hechas en caliente sino en frío cuando las cosas se han
tranquilizado. Un buen momento es por la noche antes de acostarse.
FUENTE:
No hay comentarios:
Publicar un comentario