https://www.youtube.com/watch?v=WHX8Fb4S_yA
https://www.educaciontrespuntocero.com/recursos/neuroeducacion-cerebro-triuno/
El juego entre el cerebro instintivo-emocional y el cerebro
racional
¿Por qué nos comportamos como nos comportamos? ¿Por qué
repetimos conductas que sabemos nos hacen daño o hacen daño a otro? Detrás de
toda conducta humana, hay un cerebro. Un cerebro, cuya función principal es
velar por la supervivencia individual y de grupo. El sistema instintivo
emocional (cerebro reptiliano y cerebro límbico) es la parte del cerebro que se
encarga de esta función, dando lugar a conductas impulsivas, inconscientes,
automáticas y rápidas, en ocasiones, dañinas. La neocorteza (en concreto, los
lóbulos prefrontales) es la parte del cerebro que se encarga de las conductas
más reflexivas y humanas. Pero esta zona necesita más tiempo para analizar toda
la información entrante. Por lo tanto, para que la neocorteza guíe nuestras
conductas es imprescindible educar al cerebro y dotarle de herramientas que le
permitan modular y gestionar los primeros impulsos procedentes del sistema
instintivo emocional. Todo educador (padres, profesores, pediatras) debe
conocer cómo funciona el cerebro para así dotar al niño de habilidades
socioemocionales que le permitan actuar bajo el mandato de los lóbulos
prefrontales.
El cerebro triuno
Para poder comprender las causas biológicas de la conducta
humana es preciso entender cómo está estructurado el cerebro desde el punto de
vista evolutivo. En 1950, el neurocientífico Paul MacLean desarrolló la teoría
del cerebro triuno, que explica que el cerebro humano actual está formado por
la superposición evolutiva de tres cerebros. Estos “tres cerebros en uno” no
trabajan de manera independiente, sino que el cerebro funciona en red; las tres
zonas están interconectadas.
El cerebro más primitivo o la primera capa es el cerebro
instintivo o reptiliano (ocupa el 5% del volumen cerebral). Incluye el tronco
del encéfalo, el cerebelo y el sistema reticular. Es el responsable de todas
las funciones vitales y automáticas del organismo como la respiración, los
latidos cardiacos, la digestión…
Por encima de este cerebro, se desarrolla el cerebro de los
mamíferos inferiores, el cerebro emocional o sistema límbico (10% del volumen
cerebral). Está constituido por la amígdala, el núcleo accumbens, el hipocampo,
el tálamo e hipotálamo. Es el centro de la emotividad. Todo lo que ocurre en el
medio exterior es procesado en el cerebro límbico, dándole el matiz emocional.
Tanto el cerebro emocional como el cerebro reptiliano
trabajan juntos para garantizar la supervivencia. Hablamos así del sistema
instintivo-emocional. Las conductas guiadas por este sistema se caracterizan
por ser rápidas, inconscientes, automáticas e impulsivas. Según, si la
experiencia es codificada como amenazante o dolorosa, o como placentera y
beneficiosa, da lugar a conductas de tipo ataque-huida en el primer caso o de
acercamiento-repetición en el segundo.
La última capa, el cerebro cognitivo-ejecutivo o neocorteza (85% del volumen cerebral) se encuentra en el cerebro de los mamíferos superiores (los homínidos). La neocorteza es el asiento del pensamiento. Se activa siempre después que el sistema instintivo-emocional, es de acción lenta y da lugar a conductas reflexivas y conscientes.
El área que nos diferencia de las otras especies, y nos hace realmente humanos son los lóbulos prefrontales. Son los responsables de las funciones cognitivas ejecutivas superiores: razonar, pensar, evaluar, vetar impulsos emocionales, tomar decisiones, hacer planes, trazar estrategias, autoobservación, automotivación, lenguaje. Es el área responsable de nuestra inteligencia emocional ya que posee la capacidad de frenar los instintos emocionales perjudiciales, moderarlos, llevándolos de la expresión más primitiva hacia la más humana.
Si los lóbulos prefrontales posibilitan la neuromodulación
de las respuestas emocionales, ¿por qué seguimos presentando conductas propias
del sistema instintivo emocional?
A pesar de ser el neocórtex mucho mayor en volumen que el
sistema instintivo emocional, tiene menos poder que este último a la hora de
controlar nuestras conductas, dando lugar a comportamientos impulsivos, de los
cuales, en muchas ocasiones, nos arrepentimos.
¿Cómo ocurre esto? Existen varios motivos que justifican
nuestras conductas automáticas, impulsivas e inconscientes.
En primer lugar, los niños: ¿cómo se desarrolla el cerebro
del niño?
Desde el nacimiento y durante los primeros tres años de
vida, el sistema instintivo emocional se encuentra muy desarrollado, no así el
sistema cognitivo ejecutivo. Más concretamente, hasta el año de vida, el
cerebro que rige la conducta del niño es el cerebro reptiliano. Actuará con el
objetivo de cubrir sus necesidades básicas de hambre, frío, sueño… En este
nivel, poco sirve razonar con el bebé que llora ya que no tiene desarrollado su
parte racional. Solo queda ir satisfaciendo sus necesidades.
A partir del primer año, la parte emocional del cerebro
convive con la reptiliana. La conducta del niño viene entonces guiada por este
sistema, buscando en todo momento satisfacer sus necesidades de amor y
seguridad, además de sus necesidades básicas. En este momento, se trata de
conectar con el sistema instintivo emocional del niño a través de los límites,
las normas, el afecto, la presencia.
Alrededor del tercer año de vida, el cerebro racional cobra cada vez más protagonismo en la vida y en las conductas del niño. Es entonces capaz de frenar los impulsos emocionales perjudiciales del sistema instintivo emocional. Algunos estudios demuestran que en niños de cinco años ya se han desarrollado, parcialmente, algunas funciones ejecutivas como son la memoria de trabajo, la inhibición y la flexibilidad cognitiva.
Pero los lóbulos
prefrontales no terminan de madurar hasta los 20-25 años, por lo que todavía
necesita al adulto como guía de sus conductas. Alicia Risueño e Iris Motta
explican en su libro “Trastornos específicos del aprendizaje”: “El desarrollo
cerebral depende de procesos lentos y continuos de intercambio con el medio y
consigo mismo. Las conductas resultantes estarán acordes a ese desarrollo cerebral.
Es así que la función ejecutiva, que requiere de una maduración del lóbulo
prefrontal y sus múltiples conexiones corticosubcorticales, no se manifestará
de modo óptimo hasta la edad adulta. Es por ello que en la infancia el
autocontrol depende de otro que cumpla con la tarea ordenadora de la conducta,
hasta tanto se desarrollen las bases neurofuncionales necesarias. La existencia
de ese otro es lo que facilita que esas bases neurofuncionales se desarrollen”.
El niño necesita de un adulto que le sirva de modelo para ir aprendiendo, poco
a poco, a gestionar esos impulsos emocionales. El adulto en este caso, se
convierte en “sus lóbulos prefrontales” todavía no completamente formados.
En segundo lugar, los adultos
La principal función de nuestro cerebro es asegurarnos la supervivencia. Nuestro cerebro actual es el mismo que tuvo el primer Homo sapiens sapiens en la sabana africana hace aproximadamente 200 000 años atrás. Viene, por lo tanto, preparado para responder y sobrevivir en ese medio en el que un león podía atacar en cualquier momento.
A día de hoy, el estrés no viene
generado por leones sino por cualquier situación (real o imaginaria) que el
cerebro interprete como amenazante, ya no solo para la vida, sino para la
identidad individual o de grupo: un atasco, estar en paro, llegar tarde, un
examen, hablar en público… Ante un estímulo externo de este tipo, la
información ingresa al tálamo a través de los sentidos. Desde el tálamo, la
información llega en 125 ms a la amígdala (área del sistema instintivo
emocional), donde es codificada como amenazante, placentera o neutra.
En el primer caso, una situación codificada como amenazante, se enciende la señal de alarma a nivel cerebral y se activa el sistema nervioso simpático, lo que produce un “rapto emocional” en el que los centros frontales son inhibidos, paralizados y anulados y el sistema instintivo emocional toma el mando de la situación dando lugar a conductas reactivas, impulsivas, automáticas, inconscientes de tipo ataque o huida.
Este circuito neurológico es el que se
encuentra detrás de las conductas agresivas (bullying, asesinato, peleas,
maltrato físico o verbal). Si en ese momento, por aprendizaje, en vez de
reaccionar, respiramos o contamos hasta diez, por ejemplo, damos tiempo a que
la información llegue a través del camino largo (explicado con posterioridad) a
los lóbulos prefrontales, donde será evaluada y modulada, dando lugar a una
respuesta reflexiva y consciente.
En el segundo caso, una situación placentera, activa, entre
otras áreas, el núcleo accumbens, área ligada al sistema cerebral de búsqueda y
obtención de recompensa, que también es vital para garantizar nuestra supervivencia.
De esta forma, la excitación del núcleo accumbens produce la liberación de
dopamina, neurotransmisor relacionado con el deseo y la motivación, conformando
así un poderoso circuito de placer que lleva a la necesidad imperiosa de querer
repetir la conducta inicial. Conductas como comer, el deseo de chocolate, el
sexo, las compras, el salto en caída libre o la adicción a drogas vienen
justificadas por este circuito.
Tras 500 ms, la información, a través del camino largo,
llega del tálamo a la corteza cerebral o neocórtex. A este nivel existen dos
opciones si tenemos en cuenta la teoría del neurocientífico Gazzaniga. Esta teoría,
fundada en varios experimentos explica que el cerebro humano (el hemisferio
izquierdo, para ser exactos) contiene un “intérprete”, esto es, un grupo de
redes neuronales especializado en dotar de sentido y coherencia a las conductas
inconscientes y automáticas del sistema instintivo emocional. Es capaz de
justificar cualquier tipo de conducta, incluso a costa de inventar parte de la
historia. La existencia del “intérprete” demuestra la necesidad que tenemos de
convencernos y de convencer a los demás de la coherencia de nuestros actos
impulsivos, automáticos e inconscientes. Se trata de una herramienta humana muy
potente, que nos hace estar seguros de lo que decimos, pensamos y hacemos. Si
no conocemos esta capacidad del lóbulo prefrontal izquierdo, creeremos que
siempre actuamos correctamente, y que siempre tenemos razón, sin margen de duda
y sin posibilidad de cambio.
La segunda opción y la más humana es aquella en la que los
lóbulos prefrontales realizan una evaluación reflexiva y ponderada de todos los
datos, frenando o moderando los impulsos emocionales automáticos perjudiciales
procedentes del sistema instintivo emocional, integrando el razonamiento con la
emoción, dando lugar a respuestas conscientes más humanas. Esta capacidad de
los lóbulos prefrontales de modelar las respuestas instintivo emocionales se
denomina inteligencia emocional.
Un cambio de paradigma
A fin de facilitar todo este enredo cerebral, podemos
resumir hablando de dos tipos de conducta. La conducta reactiva o defensiva que
viene gobernada por el sistema instintivo emocional (amígdala en caso de
amenaza y núcleo accumbens en caso de placer). Se trata de una conducta
impulsiva, inconsciente y automática. De forma muy habitual, nuestro lóbulo
prefrontal izquierdo, gracias al “interprete”, es capaz de justificar este tipo
de conductas, a veces, injustificables, para así mantener la coherencia entre
lo que hacemos y lo que pensamos. El segundo tipo de conducta es la respuesta
humana, reflexiva y ponderada. Esta viene gobernada por la corteza cerebral y
más concretamente por los lóbulos prefrontales.
Por desgracia, el tipo de conducta que predomina en nuestra
sociedad a día de hoy es la reactiva. Y esto se debe en parte al estilo de vida
que llevamos en el que el estrés, las prisas, la búsqueda rápida y fácil de
resultados, la competitividad, el querer llevar la razón a toda costa, el
rencor y el resentimiento nos rodean constantemente. También la educación tiene
parte de responsabilidad: niños a los que se compara constantemente con un
hermano o un amigo que come mejor que él o que recoge mejor que él, niños a los
que se etiqueta dañando su autoconcepto en lugar de reprender las conductas
inadecuadas, niños en los que se prioriza el resultado y no el esfuerzo, en los
que el error es castigado…
La buena noticia es que la capacidad de los lóbulos prefrontales de modelar las respuestas instintivo emocionales es una habilidad educable y entrenable. Por este motivo, tanto los padres como los docentes, los médicos y educadores en general, deben tener conocimientos básicos de neurociencias, para así conocer su propia mente y el origen de sus conductas y el de los demás. Este conocimiento permite elegir libremente cómo actuar sin dejarse llevar por el primer impulso, evitando así consecuencias indeseables.
Los educadores podrán, de esta forma, dotar de herramientas a los niños para
favorecer su auto observación, y su autoconocimiento y así, convertirse en
dueños libres de sus conductas y decisiones, sin automatismos ni
justificaciones. El famoso psiquiatra y neurólogo Victor Frankl, en su libro “El
hombre en busca de sentido”, ilustra esta idea: “Entre el estímulo externo y
nuestra consiguiente reacción hay un espacio en el que podemos elegir dar la
respuesta que más nos favorezca”.
Pasaríamos entonces de un mundo reactivo dominado por el
sistema instintivo emocional que busca defenderse, tener razón, atacar o huir a
un mundo proactivo en el que el objetivo principal no es la supervivencia sino
ser feliz. Se produciría un cambio de paradigma, un cambio en la manera en la
que se ve, se comprende y se actúa en el mundo. Un mundo de abundancia en el
que los conflictos se resolverían bajo el lema “gana-gana” (se busca una
solución en el que ambas partes ganan) en lugar de un mundo de escasez, donde
el lema es “gana-pierde” (gana el más fuerte física o mentalmente) o
“pierde-pierde” (al final, los dos pierden).
Existe un cuento en el que un anciano indio instruye a su
nieto sobre la vida. Le dice: “Dentro de mí hay una lucha. Hay una lucha
tremenda entre dos lobos. Uno de ellos siempre da problemas. Muchas veces es
antipático, se enfada enseguida, es impaciente, celoso y codicioso. También es
dominante, siempre quiere estar en primer plano. Y si el otro no lo acepta,
toma el papel de víctima o se enfada. En realidad, nunca escucha de verdad,
piensa que siempre tiene razón, que todo lo sabe mejor que nadie y se siente superior.
El otro lobo es bueno. Es paciente, escucha atento antes de contestar. Es
sincero, claro, cuidadoso y amable. Además, tiene sentido del humor y acepta
las situaciones tal y como se presentan. Es alegre, le gusta ver lo bueno que
hay en los demás y nunca te critica. Puedes confiar en él”. El nieto pregunta:
“Abuelo, ¿dime cuál de los dos lobos va a ganar la pelea en tu corazón”. El
abuelo contestó: “Aquel que yo alimento”. Aquello que alimentas crece. ¿A qué
lobo alimentamos más? ¿Al que fomenta conductas reactivas o al que quiere ser
feliz? Es nuestra responsabilidad. ¿Quién dejamos que dirija nuestra vida? ¿Al
sistema instintivo emocional o a los lóbulos prefrontales? A través del
conocimiento, la educación, la práctica, paciencia y perseverancia podemos
aprender a no responder de manera automática a las órdenes del sistema
instintivo emocional y a hacer una pausa, para dar tiempo a los lóbulos
prefrontales a tomar una decisión proactiva, consciente y más humana. Cambiar
un hábito no es sencillo, pero gracias a la neuroplasticidad es posible.
¡Merece la pena el esfuerzo! Se trata de ser más feliz y de contagiar esa
felicidad a todos los que nos rodean…
¿Cómo las familias, los docentes o los pediatras pueden transmitir todo este conocimiento a los niños?
¡A través del juego! Dibujamos un cerebro en un folio y
pegamos un velcro en la zona del sistema instintivo emocional y otro en la zona
de los lóbulos prefrontales.
Elegimos, entre todos, los distintos personajes que
gobiernan nuestra mente (la amígdala, el núcleo accumbens, el intérprete, los
lóbulos prefrontales) a los que pegamos también un velcro por detrás.
Cada vez que, en el aula, en la familia o en la consulta del
pediatra, surge una situación conflictiva, dudosa, difícil de resolver, sacamos
el folio del cerebro y, entre todos, decidimos quién está dirigiendo esa
conducta complicada. Pegamos, entonces, al personaje protagonista (amígdala,
núcleo accumbens, intérprete o humano) en la zona cerebral que está guiando la
conducta (sistema instintivo-emocional o sistema cognitivo). Esto nos permite
hacernos conscientes de cómo nuestra mente está dirigiendo nuestra vida y
nuestras conductas. Podemos entonces decidir, libremente y proactivamente, si
mantener esa conducta o buscar una más humana. Hace falta poner en marcha
nuestros lóbulos prefrontales más humanos y nuestra creatividad para encontrar
una. Pero en equipo siempre es más sencillo.
Con la repetición de este juego, esta forma de pensar se
acaba convirtiendo en un hábito, en algo automático. De esta forma, conseguimos
que nuestras conductas acaben siendo dirigidas, de forma casi automática, no
por el sistema instintivo-emocional, sino por los lóbulos prefrontales, nuestra
parte más humana.
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